El sol aún no tejía de formas y de espacios las majestuosas
montañas y los esquivos valles, pero el día ya iniciaba para muchos de
nosotros. El silencio mezclado con el ruido de los motores y de las ruedas
rasgando el asfalto, parecía ser la apertura de la banda sonora de un nuevo
día.
La bella ciudad, con sus ruidos y sus colores, pasaba
desapercibida, pues me encontraba absorto por las miles de imágenes de la
pequeña pantalla que tenía ante mí. Volvería, como meses atrás, a recorrer el
campus de la universidad, pensando en exámenes y trabajos, consumido en mis
ideas y metas, con el único objetivo de subir, tal vez como Sísifo, una gran
colina arrastrando una pesada carga, para al final ser castigado a reiniciar la
pendiente con una nueva carga y un nuevo objetivo. Aún así, éste es el valor
subterráneo de lo que somos, nuestra aparente absurdidad.
Al descender del
vehículo noté, con un poco de extrañeza, que las luces de la ciudad aún
brillaban, como en el cenit de la noche, pero,- el reloj de miles de personas
dispuestas en sus labores matutinas no mentiría-, pensé, tal vez el dios sol se
ha retrasado un poco. Proseguí mi camino hacia el corazón de la ciudad, rumbo
al verde campus del saber, la ciencia y la verdad.
Poco a poco, los relojes marchaban, pero el astro real no
daba atisbos de comenzar su faena por la esfera celeste. Llegado el momento de
ingresar por la portería de la universidad, el caos se hizo notar, el murmullo
era espantosamente aturdidor. Habían saqueado la universidad.
No amigo lector, ningún artículo de los bloques faltaba, el
inventario estaba intacto; era peor que eso; el campus se había convertido en
un desierto de fríos muros, sin hojas, sin árboles, sin cantos de aves, sin
frescas zonas verdes, sin luz. Habían robado su magia, su vida, su identidad y
su encanto. Faltaba el murmullo de los senderos, las risas de los pasillos, las
miradas de unos y otros. Robaron la normalidad, la cotidianidad, lo natural.
Todo había sido reducido a blancos y negros, a entradas y
salidas; a simples pantallas, monitores, micrófonos y cámaras. Aulas vacías sin
compañeros y sin maestros. Habían robado lo humano del saber.
El sonido estruendoso de la alarma sonó, el reloj marcaba
las cinco en punto del día, el inicio de la infatigable rutina. El inquietante
sueño, me había hecho recordar lo mucho que dependemos de lo cotidiano. Es allí
donde somos, es nuestro espacio, es donde nos reconocemos y reconocemos nuestro
entorno.
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