lunes, 22 de agosto de 2022

El robo de Iván Estiven Quintero Zuluaga

El sol aún no tejía de formas y de espacios las majestuosas montañas y los esquivos valles, pero el día ya iniciaba para muchos de nosotros. El silencio mezclado con el ruido de los motores y de las ruedas rasgando el asfalto, parecía ser la apertura de la banda sonora de un nuevo día.

La bella ciudad, con sus ruidos y sus colores, pasaba desapercibida, pues me encontraba absorto por las miles de imágenes de la pequeña pantalla que tenía ante mí. Volvería, como meses atrás, a recorrer el campus de la universidad, pensando en exámenes y trabajos, consumido en mis ideas y metas, con el único objetivo de subir, tal vez como Sísifo, una gran colina arrastrando una pesada carga, para al final ser castigado a reiniciar la pendiente con una nueva carga y un nuevo objetivo. Aún así, éste es el valor subterráneo de lo que somos, nuestra aparente absurdidad.

 Al descender del vehículo noté, con un poco de extrañeza, que las luces de la ciudad aún brillaban, como en el cenit de la noche, pero,- el reloj de miles de personas dispuestas en sus labores matutinas no mentiría-, pensé, tal vez el dios sol se ha retrasado un poco. Proseguí mi camino hacia el corazón de la ciudad, rumbo al verde campus del saber, la ciencia y la verdad.

Poco a poco, los relojes marchaban, pero el astro real no daba atisbos de comenzar su faena por la esfera celeste. Llegado el momento de ingresar por la portería de la universidad, el caos se hizo notar, el murmullo era espantosamente aturdidor. Habían saqueado la universidad.

No amigo lector, ningún artículo de los bloques faltaba, el inventario estaba intacto; era peor que eso; el campus se había convertido en un desierto de fríos muros, sin hojas, sin árboles, sin cantos de aves, sin frescas zonas verdes, sin luz. Habían robado su magia, su vida, su identidad y su encanto. Faltaba el murmullo de los senderos, las risas de los pasillos, las miradas de unos y otros. Robaron la normalidad, la cotidianidad, lo natural.

Todo había sido reducido a blancos y negros, a entradas y salidas; a simples pantallas, monitores, micrófonos y cámaras. Aulas vacías sin compañeros y sin maestros. Habían robado lo humano del saber.

El sonido estruendoso de la alarma sonó, el reloj marcaba las cinco en punto del día, el inicio de la infatigable rutina. El inquietante sueño, me había hecho recordar lo mucho que dependemos de lo cotidiano. Es allí donde somos, es nuestro espacio, es donde nos reconocemos y reconocemos nuestro entorno.


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